lunes, 28 de mayo de 2012
La pieza de Koltès que se presenta en el Teatro San Martín se destaca por las actuaciones de sus intérpretes, la puesta en escena y la iluminación, pero deja de lado todo tipo de acción para asentarse en el tono narrativo.
Un poema dramático. Así define Paul Desveaux, el director de Sallinger, el espíritu del texto que Bernard-Marie Koltès escribió en 1977 en homenaje al escritor estadounidense Jerome David Salinger, y en donde combina varias de sus novelas, con una mirada propia.
Este reciente estreno en la sala Casacuberta del Teatro San Martín es una coproducción entre el Complejo Teatral y la compañía francesa l’heliotrope. Por eso, una vez que los actores terminen con su temporada en Buenos Aires viajarán en noviembre a París, para seguir con sus funciones.
Los seguidores de la obra literaria de Salinger podrán encontrar varios momentos de intertextualidad entre el texto de Koltès y el escritor y, claro, por la calidad y profundidad de su obra, escenas de profunda poesía dramática, de imágenes sensibles, tiernas y desgarradoras. Pero en términos teatrales, Sallinger es, como dice su propio director, un poema dramático, que incluye energéticas y comprometidas actuaciones, una puesta en escena casi cinematográfica y una iluminación delicada. Y a pesar del ajustado uso del espacio escénico, al texto de Koltès le faltan dos pilares para lograr teatralidad: acción y conflicto.
¿Por qué no hay acción? Porque la obra está centrada, en su totalidad, en el plano narrativo. Los personajes realizan monólogos, que están estructurados como un relato, en el que reconstruyen hechos, del tipo “esa noche salí…”
En esta recopilación de sentimientos, ideas y hechos, los personajes se sumergen en su monólogo interior, pero nunca hay un momento transformador que cambie el curso de los acontecimientos. Esto sucede por el otro problema del texto, la falta de definición de un conflicto claro. En Sallinger hay múltiples conflictos: cada personaje tiene una historia propia –el hijo que va a ir a la guerra, el padre que lo reivindica, la hermana que habla del vacío–. Cada uno tiene su propio conflicto, pero no está planteado en relación con los demás, sino con uno mismo. Pero el teatro necesita, casi que reclama, momentos de interacción entre los personajes, de contacto, de diálogos, de un trabajo colectivo. En Sallinger uno habla y el resto de los personajes se mantienen inmóviles, como estatuas. El recurso se vuelve agobiante. A esto, hay que sumarle un tono surrealista, que plantea un universo onírico que les permite a algunos personajes hablarles a sus muertos.
Esta característica se hace aun más difícil si se tiene en cuenta que la obra dura 140 minutos, en los que el espectador tiene que prestar mucha atención a lo que se dice ayudado, claro, por la interpretación sentida de sus actores. En este punto, se destacan los trabajos de Martín Slipak, Francisco Lumerman, Lucrecia Capello y Roberto Castro. Los dos primeros, con relatos que fusionan corporalidad y emoción, mientras que los otros dos experimentados actores brillan en la sutileza de sus interpretaciones.
La puesta en escena del mismo director parece una película de los años ’50, en la que se trabajan los colores con atención. Como si cada escena fuera un cuadro de arte plástico, predominan los azules y grises, con una luz focalizada, que crea los climas lentamente. Los mismos actores forman parte de esta paleta de colores y están incluidos en la imagen dramática.
Por fuera de esta búsqueda estética, Sallinger termina encapsulada en una obra para entendidos, que quieren escuchar, a través de potentes interpretaciones, la voz de un escritor.
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